De mi niñez recuerdo un libro del curso de Lenguaje andando por mi casa que -creo recordar- era de mi papá o de alguno de tíos, de su época escolar. De varias lecturas, mi favorita era un fragmento de Platero y yo:
¡Qué pura, Platero, y qué bella esta flor del camino! Pasan a su lado todos los tropeles—los toros, las cabras, los potros, los hombres—, y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado sólo, sin contaminarse de impureza alguna.
Cada día, cuando al empezar la cuesta, tomamos el atajo, tú la has visto en su puesto verde. Ya tiene a su lado un pajarillo, que se levanta—¿por qué?—al acercarnos; o está llena, cual una breve copa, del agua clara de una nube de verano; ya consiente el robo de una abeja o el voluble adorno de una mariposa.
Esta flor vivirá pocos días, Platero, aunque su recuerdo podrá ser eterno. Será su vivir como un día de tu primavera, como una primavera de mi vida… ¿Qué le diera yo al otoño, Platero, a cambio de esta flor divina, para que ella fuese, diariamente, el ejemplo sencillo y sin término de la nuestra?
Más de 30 años después de haberlo leído por primera vez, aun siento un suspiro y un nudo en la garganta cuando repito ¿Qué le diera yo al otoño?… ¿qué le diera yo al otoño?…